Relato de Josefa Filip
estudiante de nivel 2H
La misericordia es la disposición que tenemos los seres humanos a
compadecernos de sufrimientos y miserias ajenas.
Como definición del término es muy esclarecedora su finalidad.
Ahora bien, pongámonos en la piel de ese urbanita del siglo XXI, aquel con un
“status social” envidiable, ejecutivo de una multinacional, con todos los
extras en confort de vida: súper coche, vivienda con jardín, etc.
Humano que viste como un “gentleman” o una “beautiful woman” y arrastra
todo el día la enorme bola cuál condenado. Acabada su jornada, llega a su
refugio, coger la correspondencia, abre el correo. ¡Ohhh...querría morirse!
Extractos bancarios con una lista interminable de gastos en la
visa, más los correspondientes recibos de los préstamos de las supuestas
propiedades.
Ese es su precio por vivir en el llamado “estado del bienestar”.
Aún así, cuando ande por la calle y si cruce con un mendigo, si es que, acaso
lo ve y tiene tiempo para pararse en un gran acto de conmiseración le dejará
caer unas monedas.
Llegados a este punto, yo me pregunto ¿quién es el menesteroso,
quién hace el acto de misericordia?
Puede que los términos estén invertidos y sea el mendigo el que
humaniza y alivia el sufrimiento del privilegiado.
Los publicistas, gente inteligente y observadora de cómo se mueve
nuestra sociedad de consumo, detectaron dónde estaban nuestras necesidades y
carencias y diseñaron un “slogan”, muy al propósito, que dice: “no es más feliz
quién más tiene, sino quien menos necesita”.
A este respecto, contaré una anécdota protagonizada por el
filósofo griego Diógenes de Sinope, en el siglo IV a.c., vivía como un mendigo,
dormía en una tinaja y era sincero hasta la impertinencia.
Cuenta así la narración de Cicerón y Plutarco:
Congregados los griegos en el istmo, decretaron marchar con
Alejandro a la guerra contra Persia, nombrándole General; y como fuesen muchos
los hombres de estado y filósofos que le visitaban y le daban el parabién,
esperaba que haría otro tanto Diógenes el de Sinope, que residía en Corinto.
Mas este ninguna cuenta hizo de Alejandro, sino que pasaba
tranquilamente su vida en un barrio llamado Craneto; y así tuvo que pasar
Alejandro a verle.
Hallábase casualmente tendido al sol, y habiéndose incorporado un
poco a la llegada de tantos personajes, fijó la vista en Alejandro.
Saludole este y preguntándole enseguida si se le ofrecía alguna
cosa, “muy poco”- le respondió; “que te quites del sol”. Dícese que Alejandro
con esa especie de menosprecio quedó tan admirado de semejante animación y
grandeza de ánimo que cuando retirados de allí empezaron los que le acompañaban
a reírse y burlarse, él les dijo:
“Pues yo a no ser Alejandro, de buena gana sería Diógenes”.
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